¿Qué hay, pues, hermanos? Cuando os reunís, cada uno de vosotros tiene salmo, tiene doctrina, tiene lengua, tiene revelación, tiene interpretación. Hágase todo para edificación. (1 Corintios 14:26, RVR1960)
Este versículo nos invita a reflexionar profundamente sobre el estado actual de nuestras iglesias. Pablo escribió estas palabras a una congregación que, aunque imperfecta, vivía con dinamismo la presencia del Espíritu Santo. En sus reuniones, había espacio para la alabanza, para la enseñanza, pero también para la profecía, el hablar en lenguas, la interpretación, los consejos espirituales… Había lugar para lo sobrenatural.
Pero hoy, muchas comunidades cristianas sus programas apenas llegan a la alabanza y la doctrina. Y eso se ha vuelto suficiente… o eso parece.
No somos aún una iglesia madura en el ejercicio de los dones espirituales. No hemos alcanzado ese nivel de vida corporal donde cada creyente participe activamente, guiado por el Espíritu, trayendo revelaciones, canciones espirituales, palabras de sabiduría, exhortaciones proféticas, discernimiento… Tal como lo describe Pablo en 1 Corintios 14.
Esa no era una descripción idealista. Era la realidad de una iglesia que, aunque joven, estaba viva.
Nosotros, en cambio, muchas veces preferimos controlar, programar, limitar. La sana doctrina puede traducirse, tristemente, en la racionalización del Evangelio, reduciéndolo al sentido común, excluyendo toda experiencia sobrenatural y considerándola incluso antibíblica.
Pero Pablo no prohibió los dones. Él animó a usarlos con orden:
1 Corintios 14:39-40 (RVR1960) Así que, hermanos, procurad profetizar, y no impidáis el hablar lenguas; pero hágase todo decentemente y con orden.
Y antes, había advertido:
1 Corintios 14:38 (RVR1960) Mas el que ignora, ignore.
No fue una bendición al desconocimiento, sino un llamado a no rechazar lo que Dios da a la iglesia. Jesús prometió poder al cuerpo de Cristo: Hechos 1:8 (RVR1960) Recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos...
Ese poder no era solo para los apóstoles. Es nuestro privilegio y nuestra responsabilidad. El Espíritu Santo no ha dejado de repartir dones. Lo que a veces falta es hambre, humildad y disposición para recibirla.
Es cierto que en algunos movimientos pentecostales han surgido abusos, desórdenes y prácticas alejadas del propósito original de los dones espirituales. Por eso mismo, muchas personas miran con recelo cualquier manifestación sobrenatural. Pero también es verdad que, en el otro extremo, muchas comunidades evangélicas tienen mucha teología, mucha enseñanza bíblica, pero poca experiencia real del Espíritu Santo.
Tenemos conferencias, libros, seminarios, debates teológicos… pero nos hemos alejado de la oración en el Espíritu, de la profecía, de la unción, de la expectativa genuina de que Dios puede hablar, sanar, revelar y moverse entre nosotros.
Incluso nuestro evangelismo se ha vuelto cómodamente teórico. Se predica el evangelio, sí, y la Palabra de Dios siempre obra en lo invisible, en el corazón de quien escucha. Pero también es cierto que Dios dotó a la Iglesia de poder visible para acompañar el mensaje, como señales que confirman la verdad del evangelio y dan dinamismo a su proclamación.
La sana doctrina, lejos de limitar el mover del Espíritu, debería prepararnos para discernirlo y recibirlo con sabiduría. Pero si no hay hambre por el Espíritu, la doctrina se convierte en cárcel más que en liberación.
La iglesia primitiva no solo creía en Jesucristo. Vivía en su Espíritu y lo experimentaba multiformemente: Oraban en lenguas, las interpretaban, profetizaban, sanaban y liberaban a los cautivos de espíritus inmundos... Y todo esto formaba parte de su vida común, una vida sobrenaturalmente natural.
Me indigna. Personalmente, por mí mismo; y en segundo lugar, que experimentemos tan poco de eso en las congregaciones, ¿por qué nosotros nos conformamos con menos?
Hoy, cada uno de nosotros enfrenta un reto personal y como Cuerpo: anhelar como discípulos y siervos la restauración y la experiencia de esta gloria. No podemos quedarnos en una fe domesticada, sin movimiento, sin unción, sin milagros, sin profecía, sin testimonio sobrenatural.
El Espíritu Santo sigue siendo derramado sobre la Iglesia. Solo necesitamos abrir nuestros corazones y nuestras asambleas para que fluya libremente, con orden, santidad y poder.